jueves, 4 de junio de 2009

Estado, Ciudadanía y Soberanía Popular


El Estado es una necesidad racional, universal e inherente del ser humano; se entiende como la forma de organización política que adoptan las personas en función de su naturaleza racional y social con el fin de que les sean garantizados sus derechos fundamentales y para poder autorrealizarse y progresar como individuos y como civilización.

El ente que se constituye, al que se le llama Estado, goza de una característica esencial: la soberanía, la cual ejerce en representación de todos los ciudadanos que lo conforman. La soberanía del Estado es la prerrogativa que tiene éste de autodeterminarse, de darse sus leyes y de someterse libremente a éstas, de determinar las políticas que se adoptarán para el desarrollo de la vida social, de adquirir obligaciones y reclamar derechos; sin que interfiera otra voluntad más que la propia.

El Estado entonces, no debe responder únicamente a una primitiva necesidad de supervivencia, como lo ha formulado Hobbes en su modelo de estado de naturaleza; sino que es su fin responder a una necesidad más trascendente del ser humano que es vivir plenamente y según la razón. De la característica fundamental del Estado, que es la soberanía, derivan dos aspectos elementales, sin los cuales éste pierde legitimidad: el deber de garantizar la protección, fomento y respeto de los Derechos Humanos; y la potestad de emitir leyes justas y en función del bien común.

El deber ético del Estado, es pues, ser soberano, porque sólo así será posible que cumpla los fines para los que fue creado; además hay que afirmar que el Estado es la única vía de realización de la Justicia, que es posible a través del cumplimiento de su deber ético de ser soberano, porque sólo por medio del ejercicio soberano del poder, las leyes que se formulen tenderán cada vez más a la consecución de la Justicia en la sociedad. Por esto es necesario que el pueblo se autolegisle, determinado la forma en la que será administrado el poder y la cosa pública.

Por ello en el Estado, ni los gobernantes ni los ciudadanos, deben confundir el Derecho con las Leyes, y menos aún identificar las Leyes con la Justicia o pensar que las Leyes, por el simple hecho de serlo, son justas; ya que en el devenir dialéctico de la historia las Leyes necesariamente deben avanzar, superarse, evolucionar, deben acercarse cada vez más a la Justicia. Hay que rechazar la visión de que la ley es un fin en sí mismo y es necesario retornar el principio que afirma que la ley se ha hecho para la persona y no la persona para la ley; y al parafrasearla también cabe decir que el Estado es creado para la persona y no la persona para el Estado.

Podemos ver en nuestro medio como algunos gobernantes pretenden que el cumplimiento exacto de la ley, muchas veces leyes injustas e inconstitucionales, prevalezca sobre los derechos fundamentales, así como se pretende que las leyes del mercado prevalezcan sobre las necesidades humanas básicas, y que el interés particular de unos cuantos prevalezca sobre el interés general de la mayoría; generándose en todas estas circunstancias situaciones de injusticia que se alejan, por mucho, a los principios racionales del ser humano.

El artículo 83 de nuestra Constitución dice que “El Salvador es un Estado soberano” vemos como nuestro Estado tiene un ideal deontológico ético, pero es necesario profundizar más; luego dice que “la soberanía reside e el pueblo”. Por lo tanto el deber ético del Estado es ser soberano y el deber ético de los ciudadanos es ejercer la soberanía que en ellos reside.

Esto se traduce en que la soberanía del Estado salvadoreño reside en el pueblo salvadoreño, no en los gobernantes, o en los partidos políticos, y menos aún en los gobernantes de Estados extranjeros o de Organismos Internacionales; por eso es tan grave que por medio de Tratados, que son Ley de la República, nuestros representantes le cedan nuestra soberanía a estas entidades, favoreciendo, en detrimento de la libertad, salud, educación, etc. de nuestro pueblo; los intereses de los poderosos de la Tierra.

Para la realización de este fin es ético y es necesario que el ciudadano participe activamente en el Estado, en la toma de decisiones fundamentales, en el control de las actuaciones de los funcionarios públicos, en la defensa de sus legítimos intereses; pero no sólo individualmente o por medio de las elecciones que se realizan cada tres o cinco años, sino diariamente, de forma organizada, para lo cual se necesita que cada persona salga del individualismo y egoísmo que el sistema fomenta; ya que la falta de conciencia social es una de las grandes limitantes al ejercicio de la soberanía popular, porque encierra al ciudadano dentro de sí mismo o de su grupo reducido, de sus intereses particulares, dejando por fuera las grandes necesidades de toda la sociedad o de los grupos mayoritarios de ésta.

Para el ejercicio de la soberanía popular es indispensable pues, en primer lugar un fuerte sentido de pertenencia al Estado, de civismo, de conciencia de ser una colectividad que detenta el poder, para luego organizarse, ejercer la ciudadanía más allá de los formalismos, entrando en cuestiones verdaderamente de fondo y hacer valer su voluntad, que al fin de cuentas es la voluntad misma del Estado.

De lo anterior se puede deducir que para que el Estado sea soberano debe ser democrático, pero esta democracia debe entenderse en un sentido amplio. No se puede considerar democracia el simple hecho de elegir el partido al cual pertenecen los que nos gobernarán, y subrayo esto, en muchos de los casos no elegimos ni siquiera a quien nos gobernará, sino al partido al cual esta persona pertenece sin saber con certidumbre quién será el gobernante. No es democracia ejercer el sufragio cada tres o cinco años, en el mejor de los casos, cuando se va a votar; tampoco es democracia que los partidos políticos negocien y se regateen las decisiones sobre temas de peso en la vida nacional, o la sistemática aprobación de leyes inconsultas.

La democracia, entendida como el gobierno en el cual el poder lo tiene el pueblo, es el modelo en el que éste, a través de verdaderos y legítimos representantes de sus intereses, se da sus leyes a las cuales se somete libremente. La democracia implica entonces un Estado donde las necesidades básicas de todos y cada uno son cubiertas, porque las leyes, que son el único lenguaje del Estado, son dictadas de forma racional, en función del bien común, y que procuran una vida digna y plena a los ciudadanos. Ya hemos dicho que si el Estado no cumple con su potestad de dictar leyes cada vez más justas y orientadas al bien común, sino que los gobernantes desvían el poder que se les ha otorgado para dictar leyes que sólo favorezcan a unos cuantos, ese Estado no es legítimo, ni es soberano.

Una ciudadanía fuerte, unida, informada tiene el poder suficiente para ejercer la presión necesaria para que las leyes no le sean impuestas, y tener que aceptarlas sin más, excluyéndose toda posibilidad de analizarlas, cuestionarlas, reformarlas, aceptarlas o rechazarlas. En nuestro país, tristemente, el pueblo no ha desarrollado esa conciencia colectiva, la visión de ciudadanía, ni una visión crítica de la realidad, tampoco hay mucho interés por la participación política ni por ejercer control social sobre las actuaciones de los funcionarios públicos, no se exige transparencia ni rendición de cuentas a los gobernantes, en tanto los cargos que desempeñan les han sido delegados por el poder popular. Es por esto que vemos situaciones como las de los pasados años: de un día para otro despertamos con una nueva moneda, o nos hemos comprometido en un Tratado de Libre Comercio sin analizar sus consecuencias; o por el contrario no se puede hacer mucho para revertir la negativa de adoptar ciertos instrumentos internacionales en materia de Derechos Humanos o de adherirnos a Organismos Internacionales que velen por el cumplimiento de los mismos.

Así pues, el pueblo votó, pero luego de las elecciones, en las decisiones más trascendentales de la vida política, el pueblo no tiene voz ni voto. El pueblo opina, pero no participa, no tiene ni pide tener incidencia (y puede ser que tampoco le interese), y si bien no se cuenta de manera masiva con los mecanismos idóneos para esta participación política, tampoco se exige su creación, y nos conformamos con el argumento de que no hay fondos públicos suficientes para instituirlos, pero no cuestiona los varios millones erogados para costear la publicidad que pretende convencernos de tener un gobierno con sentido humano.

Parece ser que Maquiavelo tenía razón cuando decía que “cada pueblo tiene el gobierno que se merece” y no es que nuestra gente no se merezca estar regida por un gobierno que les asegure una vida digna y la posibilidad de desarrollo y autorrealización, sino que no sabe cómo darse ese gobierno, no sabe cómo construir ese Estado. Parece ser que tenemos un pueblo “menor de edad” que necesita de su representante legal para tomar las decisiones en apariencia más convenientes, sin tomar en cuenta su voluntad, se administran nuestros bienes, se instituyen modelos económicos, se adquieren obligaciones y se hacen leyes sin consultarnos; así como para un niño pequeño se decide qué cosa comer, qué ropa vestir, a qué hora ir a dormir y qué corte de cabello usar. Nuestro pueblo debe luchar por alcanzar su mayoría de edad, para que el poder que delegamos no lo tome un representante legal, sino un administrador a quien debe pedírsele que rinda cuentas de su gestión.

Para pretender que nuestro pueblo madure y ejerza soberanamente su poder, se le debe garantizar el respeto, protección y promoción de los derechos humanos, pero muy especialmente el derecho a la educación. Para que el pueblo se fortalezca las políticas públicas deben fomentar el desarrollo humano (entendido como un contenido de máximos), no sólo la “seguridad humana” (entendida como un contenido de mínimos), para que cada individuo pueda aspirar a tener una vida cada vez mejor. La persona al tener resueltas sus necesidades básicas (como buena alimentación, vivienda digna, vestimenta, salud, libertad, seguridad) podrá asumir entonces su papel de ciudadano.

Bien sabemos, en ese sentido, que todos los derechos humanos son importantes, sobretodo por ser éstos indivisibles e interdependientes, pero especialmente el derecho a la educación es importante porque es un medio indispensable para realizar otros derechos humanos ya que permite que el individuo tome conciencia de su dignidad como persona, y de su rol en la sociedad; además le capacita para participar plenamente en la comunidad y por consiguiente para ejercer la soberanía popular.

Aunque, es evidente que para que el pueblo reivindique su soberanía es necesario ir conquistando simultáneamente el ejercicio democrático del poder y el respeto protección y promoción de los derechos humanos; y que así como es lógico pensar que alcanzar uno implica alcanzar el otro, también es lógico penar que perder uno significa perder el otro; el pueblo debe, con esperanza, “en el devenir dialéctico de la historia” tomar sus pequeñas conquistas y utilizarlas para hacer conquistas cada vez más importantes y así avanzar; con la mira a construir un Estado en el cual, no sólo formalmente, sino también en la práctica el pueblo sea realmente quien ejerza la soberanía, lo que permitirá que el Estado cumpla su ideal ético, que el modelo que lo rija sea la democracia y que logre cada vez más alcanzar por medio de leyes fundamentadas en la voluntad popular, la consecución de la Justicia.